miércoles, 22 de mayo de 2013

GANADOR DEL CONCURSO LITERARIO: LA REVOLUCIÓN CINZESA


LA REVOLUCIÓN CINZESA

Caminaba de manera fatigada ya que había estado toda una semana pescando en alta mar. Su anatomía mostraba unos músculos fornidos e innumerables cicatrices resultado del duro trabajo de un marinero. Sus movimientos rápidos y enérgicos, pese a su descomunal estatura, y su rostro mostraban que su edad se encontraba alrededor de los veinte años.
Tenía una mirada eléctrica típica de una persona ingeniosa e inteligente. La boca dibujaba continuamente una alegre sonrisa y su alborotado pelo se asemejaba a una cascada de azabache.
Estaba tan contento de ir a su casa que ese día la finca por la que caminaba le dio lo que para él fue la mejor panorámica del mundo: un entramado de casas blancas se levantaba sobre unas playas repletas de barcos y chiringuitos amenizadas por aquel singular olor de la bahía
de su querida Cádiz bajo la puesta de sol.
Pero un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Parecía el pisar de una persona corriendo sobre el seco pasto de julio. Al momento apareció una persona cubierta con una capa negra que no dejaba ver su rostro pues la vestimenta poseía una prominente capucha. Parecía estar huyendo de un peligro inminente y tenía en una mano un pequeño saco que se le cayó al golpearse todo el brazo con un olivo. El encapuchado ni siquiera se volvió a recogerlo y siguió con su veloz ritmo.
Antonio fue a cogerlo y en ese instante le pareció oler a requemado pero no le prestó más atención. Cuando llegó al lado del objeto un humo blanco e irrespirable lo envolvió. Agarró con fuerza el saco y cuando miró atrás se encontró con unas colosales llamas que arrasaban todo a su paso a velocidad del viento. Corrió y corrió como un galgo hasta la ciudad y cuando llegó avisó a los vecinos que enseguida comenzaron a sacar numerosos cubos rebosantes de agua. Pese a que todos ayudaron cuatro casas no se salvaron de la combustión. El barrio había gastado casi toda su agua en un mes donde este bien era tan escaso.
Antonio llegó a su solitaria casa con una inmensa curiosidad sobre el saco. La vivienda estaba desorganizada y atestada de objetos que el marinero encontraba y coleccionaba. En un rincón había decenas de fotos que parecían ser familiares. Era un joven soltero al que el destino le había dado la espalda pues todos sus seres queridos habían fallecido. Seguramente en su subconsciente trataba de olvidar esto interesándose por todo y disfrutando los buenos momentos. Sus amigos no comprendían cómo podía gastarse cualquier ahorro en un libro pese a su pobreza.
Al observar el talego vio que tenía grabado un emblema colorado con forma circular en cuyo interior había dibujado seis estrellas y una luna llena tras la silueta de un águila. El joven se llevó una gran sorpresa al encontrar una carburera (especie de candil que funciona con un gas llamado acetileno), una caja de cerillas y una carta. Sin pensárselo dos veces abrió la carta y leyó:
“Nuestra honorable comunidad recompensa al Señor Marcos Martínez Buenestado por su servicio el día 16-7-1892 con la considerable cantidad de 1000 pesetas.
Cordialmente, la directiva gaditana de la Orden.
Antonio consultó un calendario que había colgado en la pared y confirmó que la fecha inscrita correspondía al día en que se encontraba. Pensaba que era demasiada coincidencia que hubiese visto un señor que intentaba ocultar su identidad corriendo de donde provenía un incendio con un saco que contenía objetos de piromanía. Lo que no sabía relacionar era la carta. Su instinto revolucionario le dijo que debía ir inmediatamente a avisar a sus vecinos pero sus ánimos se frenaron al ver que ya eran la una y media. En ese momento no habría casi nadie en la calle y por ello pensó que era mejor esperar a que llegase el día siguiente.
Estaba profundamente dormido cuando un ruido muy estridente lo despertó. Era plena madrugada y parecía que había alguien en el salón. Se asomó rápidamente a la puerta de la habitación pero en ese momento se rompió la ventana del dormitorio y solo llegó a ver una silueta oscura con un símbolo rojo resplandeciente acercándose a él; después, todo se oscureció.
Despertó tumbado en la litera de un camarote con un fuerte dolor de cabeza y numerosos cardenales y arañazos por todo el cuerpo. Se miró la ropa y descubrió que le habían quitado todo lo que llevaba en los bolsillos. Bueno, todo excepto una brújula oculta tras la solapa izquierda de la chaqueta. El objeto tenía un gran valor sentimental pues antiguamente perteneció a su abuelo.
Observó que tanto la puerta como el ojo de buey estaban cerrados. Evidentemente estaba sufriendo un secuestro y todo estaba relacionado con esas personas encapuchadas, el saco y por supuesto el extraño blasón circular.
Al mirar el exterior divisó el sol que se encontraba en la posición de media mañana. También se fijó en el agua que en las proximidades dibujaba unas ondas circulares y distanciadas entre sí. El muchacho supo que se encontraba a bordo de un buque. Estos barcos zarpaban a primera hora de la mañana pero al analizar el color y la textura del mar supo que llevaba en ese barco poco más de un día pues se localizaba en alguna parte del Océano Atlántico un tanto cercana y al sur de la Península Ibérica.
Era mediodía y un hambre voraz lo invadió. En este momento la puerta se abrió y entró un hombre de mediana edad con un bigote perfectamente cortado, una cara fría y con aire de superioridad. Le hizo unas señas con la cabeza para que saliera. En el pasillo, el secuestrador cerró la puerta y guió a Antonio empujándolo con una navaja. Llegaron a una especie de comedor desierto. El hombre habló por primera vez y solo le dijo que esperase. Se marchó por una puerta lateral y dejó a Antonio en una situación que el ansiaba. Estaban en el ecuador del día y por fin podía tener una vista completa del mar y el sol en su máxima altitud. Sacó rápidamente la brújula y en cuestión de segundos averiguó comparándola con el horizonte y el astro rey que se encontraba en una zona próxima a la Islas Canarias. Entonces escuchó que estaban anunciando en cubierta que llegarían a Madeira (Isla perteneciente al estado portugués) en una hora.
Tras un minuto de espera, volvió a abrirse la puerta pero esta vez el hombre de antes estaba acompañado por otro más menudo que tenía una botellita muy pequeña llena de un líquido muy espeso y negro. Cuando llegó al lado de Antonio la destapó y se la ofreció. El marinero que sabía que no tenía escapatoria la aceptó. Nada más ingerirla empezó a alucinar durante unos cinco minutos. Todo era de colorines y daba vueltas hasta que se encontró tirado en el camarote de un pequeño barco de pesca.
Desde que pasó el efecto de la droga estuvo sentado aguantando las ganas de vomitar, lo que a él le parecieron un par de horas. Cuando la embarcación se detuvo apareció un joven vestido de militar que lo agarró de un brazo y lo llevó a cubierta. Estaba anocheciendo y se acercaban a un islote que se alzaba de forma macabra sobre el agua. Era en sí una gran roca de un gris fantasmal sin ningún vegetal que acababa en un altiplano sobre el cual se encontraba lo que parecía una fortaleza. Esta fortificación parecía estar construida con el mismo tipo de piedra que formaba el territorio insular.
Tenía una apariencia tétrica dada por las altas torres que poseía, el color de estas y las grandes placas de acero fundido.
Desembarcaron en un pequeño muelle y un grupo de encapuchados con el extraño símbolo rojo lo rodearon e hicieron que bajase. Una vez en tierra firme pudo leer de refilón un letrero de hierro que rezaba *Porto Cinza*. Subieron durante un cuarto de hora por un maltrecho y empinado camino hasta la edificación ya descrita. Cuando llegaron a esta abrieron una gran verja y alguien desde el interior hizo lo mismo con la enorme puerta principal.
El joven seguía rodeado e iba viendo numerosos controles de seguridad, puertas que parecían conducir a lujosos despachos, aposentos y numerosas representaciones del extraño blasón circular. Al pasar por un portal custodiado por cinco personas el entorno cambió radicalmente:
No había ni un solo decorado, todo era muy austero, las paredes estaban repletas de fuertes planchas de metal a modo de puertas tras las que se oían lloros, gritos de desesperación, insultos...
Esta vista se extendía en numerosos corredores repartidos en cinco plantas lo que prácticamente lo convertía en un gran laberinto que albergaba una horrorosa cárcel.
Dos jóvenes vestidos de militares sustituyeron a la escolta de encapuchados de Antonio. El marinero fue llevado hasta la celda número 292. Uno de los militares introdujo una extraña llave en el cerrojo de la puerta. Antonio fue arrojado al interior y oyó que cerraron la puerta de un fuerte portazo. La sala era minúscula pero tenía una altura desmesurada. Las paredes estaban llenas de moho y otras sustancias que desprendían un olor nauseabundo que Antonio decidió no pensar qué eran. Solo había dos aperturas en la estancia: unas pequeñas rejas en la parte más superior de la puerta y una miniatura de ventana que se encontraba cerca del techo en uno de los laterales y que por el olor y el sonido daba al océano.
Cuando el joven se iba a sentar lo intrigó una especie de gruñido que provenía de un oscuro rincón. Cuando se acercó soltó un ahogado grito de terror al observar el cuerpo esquelético de un hombre avanzado en edad que mostraba claros síntomas de falta de higiene y salud. Tenía un pelo moreno canoso que le cubría toda la barba y el bigote y que le era un poco escaso en la cabeza. Tenía una piel muy clara, numerosas heridas y arrugas, una ropa andrajosa y dientes podridos.
Antonio le preguntó si se encontraba bien pero el anciano le dijo que debía de preocuparse por sí mismo. El señor que se había dado cuenta de que el joven no lo comprendió le explicó que se encontraban en la prisión general de *La Orden Nocturna*. El marinero que seguía en la ignorancia le pidió al hombre que se lo explicase todo. Este aceptó la proposición de Antonio y para empezar se presentó diciéndole que era un gallego llamado Alfredo Trejo.
Dijo que la Orden Nocturna era un grupo de personas con bastante poder establecidas por toda la Península Ibérica que tenían infiltrados en muchísimas instituciones importantes como el ejército, el gobierno, ayuntamientos... Este grupo de personas formaban un espantoso círculo de corrupción a su alrededor. Tenían poder suficiente para controlar los dos estados peninsulares pero preferían estar en la retaguardia, para controlar como marionetas a gente con importantes cargos y así poder mandar ellos pero estar a salvo por si algo sucedía. Contrataban a matones que tenían por todos los territorios para que les hiciesen los trabajos sucios y eliminasen a cualquier persona que pudiera poner en peligro sus acciones.
Se reconocían entre sí por el extraño símbolo circular de color rojo con estrellas y una luna tras la sombra de un águila. El marinero cuestionó a Alfredo sobre porqué se llevaban gente a aquel lugar y nadie denunciaba esa cárcel ilegal. En primer lugar el hombre contestó que como ya había mencionado antes la orden tenía aliados en el gobierno y es que un puñado de oro cierra muchas bocas. Con respecto a la primera pregunta de Antonio, Alfredo dijo que la mayoría de veces acababan con la vida de aquellas personas que presenciaban algo sobre ellos (como por ejemplo cuando Antonio vio al hombre del saco), pero si ven que estas les pueden servir de algo las llevan a Porto Cinza. El anciano dijo que a él se lo habían llevado porque dominaba varios idiomas y lo utilizaban de traductor cuando negociaban o raptaban a algún extranjero.
Cuando finalizó el discurso Antonio hizo un pregunta que llevaba rato ansioso de formular, y esta era si había alguna manera de salir de aquel sitio. Alfredo enmudeció y habló en un tono hondo. Le preguntó qué sería lo primero que haría si pudiera salir de allí.
El joven respondió sin duda alguna: informaría al pueblo sobre lo que estaba haciendo esa escoria y que este tomase las medidas necesarias para erradicar a ese maldito grupo.
Alfredo sonrió y dijo que estaba orgulloso de haber conocido a alguien como Antonio. Le comentó que tras veinte años en la cárcel sabía perfectamente los lugares, horarios de algunas actividades, personal, etc. del centro. Explicó que después de tanto tiempo tenía un plan perfecto de huida y que no tendría ningún problema en compartir sus conocimientos con el marinero. La escapada tendría lugar la mañana de dos días después que era cuando partía la próxima embarcación. Los dos se pasaron la noche en vela repasando hasta el último detalle del plan. Cuando amaneció se abrió una pequeña gatera en la puerta que solo se podía manejar desde el exterior por la que entró una bandeja con dos latas llenas de un agua mugrienta y dos trozos de pescado en estado de descomposición. Alfredo aconsejó que descansase todo el día pues al siguiente no pararían y esos alimentos que no eran digeribles no le aportarían las suficientes energías. Durante ese día en ayunas Antonio se dedicó a redactar un texto sobre todo lo que le había dicho Alfredo para leerlo en público y enterar a la gente sobre todo eso (contando con que pudiesen escapar). Cuando anocheció volvieron a repasar lo planeado.
A la madrugada siguiente estaban tumbados esperando a que la gatera se abriese. Al hacerlo Antonio colocó hábilmente la brújula en el lugar preciso para que obstaculizase la bajada completa de la puertecilla. Antonio se asomó por las rejas y miró el reloj de pared que había en una oficina al otro lado del pasillo. Eran las ocho menos tres minutos. Según Alfredo el mecánico que supervisaba los motores estaba a punto de llegar y dejaría su caja de herramientas junto a la gatera para ligar con la oficinista. La caja contenía desde el punto de vista del anciano el mayor error de la prisión: unas llaves que abrían casi todas las puertas. Lo previsto ocurrió y Antonio metió la mano por la gatera y dirigido por Alfedo (que veía desde las rejas) cogió las llaves. Volvió a meter el brazo y retiró la brújula para que la puertecilla se cerrase. Esto último lo hicieron justo a tiempo pues eran las en punto y un general pasó de manera rutinaria revisando que todo estuviese en orden.
Esperaron a que la oficinista fuese al servicio y entonces abrieron y volvieron a cerrar la puerta y se dirigieron a toda prisa a la oficina donde abrieron un armario y cada uno cogió una capucha. Cuando salieron todavía ni se veía a la oficinista. Doblaron una esquina y se perdieron de vista. Alfredo encabezaba la comitiva que tenía como objetivo el despacho del alcaide pero debían darse aire pues el barco zarparía en un cuarto de hora.
Cada vez que se encontraban con alguien hacían el saludo especial que había aprendido Alfredo. Cuando llegaron a la entrada de la habitación que buscaban se encontraron ante una majestuosa puerta de roble que Antonio abrió sin ningún problema. La estancia estaba atestada de decoración y documentos pero nuestros personajes solo buscaban los que tuviesen la lista de los miembros de la orden. Mientras Alfredo buscaba dichos papeles el marinero cogió un maletín de cuero y lo vació por completo dejando sobre la mesa todo su contenido excepto un par de botellitas con un líquido oscuro que le eran familiares. El anciano encontró lo que buscaba y lo metió en el interior del maletín. Antonio se metió los dos recipientes en un bolsillo de la capucha, cogió el maletín y huyó a toda prisa con Alfredo.
Llegaron a la verja exterior cuando tan solo faltaban cinco minutos para el embarque por lo que bajaron el camino a un paso trepidante. Al llegar al muelle divisaron a otros seis encapuchados que parecían estar a punto de tomarse el típico vasillo de aguardiente antes de partir. Cuando ambos se introdujeron en el grupo Antonio se ofreció para ir a por la botella de la bebida que se encontraba en la bodega del barco. El joven vertió un poco del líquido negro que había robado en cada vaso excepto en dos. De vuelta al muelle repartió los chupitos y Alfredo y él se quedaron con los que no estaban envenados, que los tenía marcados. Los hombres empezaron a alucinar y al desmayarse, la pareja los amontonó escondidos tras una gran roca cercana. Se metieron en el pequeño barco y Antonio con la mayor naturalidad del mundo salió a toda máquina. Una vez en alta mar examinaron el barco y vieron que este tenía todo tipo de armas, provisiones y una importante suma de dinero.
Al llegar el mediodía alcanzaron el puerto de la verde y hermosa Madeira. Lo primero que hicieron al pisar tierra fue dirigirse a una imprenta para hacer cientos de copias sobre el escrito de Antonio y los documentos de los miembros de la Orden Nocturna. Lo segundo fue convidarse en un bar conocido por Antonio. El establecimiento tenía un ambiente marino y estaba repleto de hombres ansiosos de una buena cerveza y una tapa antes de volver a alta mar. Cuando llegaron a la barra al joven le dio un vuelco el corazón al ver a todo su grupo de viejos amigos al completo. Eran una docena de veinteañeros de aspecto fuerte como Antonio pero quizás un poco más toscos. Uno de ellos se fijó en Antonio y avisó al resto que enseguida se acercaron al gaditano que casi se ahoga de los fuertes abrazos o se queda sordo de los estridentes gritos.
Cuando la situación se tranquilizó el marinero propuso que todos se sentasen en una mesa alejada pues tenía que exponerles un tema muy serio.
Una vez acomodados Antonio presentó en primer lugar a Alfredo a todos sus colegas. Después, con la ayuda de este último expuso de manera clara todo lo que le había ocurrido desde que vio al encapuchado hasta aquel momento. Todos agotaron su vocabulario de maldiciones y groserías para describir lo que le habían hecho a su amigo pero sobre todo porque esa gente se lo hacía diariamente a muchas personas. Antonio hizo saber que tenía un plan para mostrar a la población todo lo que sabía sobre la orden y todos guardaron silencio expectantes. Primero repartiría 50 copias de los documentos y de su escrito (que en ese momento se estaban produciendo en la imprenta) a cada uno. Se separarían en parejas, cada una de las cuales se dirigirían a un litoral distinto. Se quedarían con una copia y repartirían las otras a personas de su confianza que harían la misma operación pero de modo que la información se transmitiese de la costa al interior. Las parejas leerían los textos el primer sábado que llegasen a tierra en un lugar concurrido, a una hora punta y publicaría los miembros de la orden que viviesen en la zona concreta.
El sol ya se había puesto cuando los cientos de copias se finalizaron. Antonio reunió a su grupo y las repartió. Todos se despidieron en tono solemne y se dirigieron con su pareja, ya asignada, al barco que los conduciría a su destino predeterminado. Por ejemplo, nuestro joven protagonista se dirigió con Alfredo al litoral onubense-gaditano en su barco robado.
Mientras terminaron los preparativos habían llegado las once pero aún así zarparon pues seguramente ya se habrían dado cuenta los de la prisión de la fuga.
Durante el viaje se iban turnando para que mientras uno condujese, el otro durmiese, comiese o simplemente se relajase. Antonio proponía a Alfredo gente honrada que conocía como posibles candidatos a pregoneros de lo que el joven había denominado la *Revolución Cinzesa*.
A la hora de debate ya tenían los elegidos. El miedo por persecución se iba apoderando de ellos pues la velocidad del barco era ínfima.
Tardaron tres días en divisar tierras andaluzas y cuando lo hicieron era la medianoche de un viernes. A Antonio se le saltaron las lágrimas al poder ver aquella preciosa vista nocturna de su amada Cádiz después de tantos sucesos desagradables.
Esperaron hasta el día siguiente a una distancia prudente del puerto. El astro rey asomó por el horizonte y los dos tenían ojeras de no haber pegado ojo en toda la noche. Condujeron la embarcación a tierra. Cuando echaron el ancla cada uno cogió un poco del dinero que había y salieron del barco. Al salir de la zona del puerto se separaron pues Alfredo iba en busca de los predicadores seleccionados y Antonio se dirigía a la Plaza de España, para publicar los escritos que ya sabemos porque como vecino que era conocía el bullicio que se concentraba en esa zona durante los fines de semana. Ambos se despidieron de manera emotiva y cogieron distintos carruajes.
El marinero dijo al conductor su destino y este hizo que los caballos acelerasen enseguida.
En el trayecto pasaron por su calle y observó que donde antiguamente se encontraba su casa ahora solo había unos escombros calcinados. Al llegar a la plaza, los mercaderes estaban en auge de ventas y el lugar estaba a rebosar de gente. Antonio se montó sobre una tarima de madera y llamó la atención de las personas con un silbato. El joven empezó su discurso y poco a poco se acercaba a escuchar más gente y los ruidos se apagaban. Conforme leía, los síntomas de furia se fueron apoderando de la mayoría. Estaba a punto de terminar y había logrado su propósito. Después de bastantes días se volvía a sentir feliz cuando una bala disparada por alguien de la muchedumbre le atravesó el cráneo.
Una vida demasiado joven había finalizado pero antes de hacerlo plantó la semilla que daría lugar a una revolución que salvaría muchas personas. Tras mucha sangre derramada en las calles, el pueblo consiguió vencer y así triunfar el proyecto de un muchacho revolucionario que prefirió arriesgarse a ver cómo se cometían barbaridades con otros. Gracias a esta odisea los habitantes de la Península Ibérica consiguieron dar un gran paso en aspectos tan importantes para la humanidad como lo son la democracia, la justicia y la igualdad.

FIN
Avelino Ruiz Higuera
3ºA


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